jueves, 18 de noviembre de 2010

2A > LARRA - El duelo

En un siglo en que ya se ven las cosas tan claras, y en que ya no es fácil abusar de nadie, en el Siglo de las Luces, una de las cosas sobre que está más fijada la pública opinión es el honor, quisicosa que no se encuentra nombrada en ninguna lengua antigua. En la historia antigua no se ve un solo ejemplo de un duelo. Agamenón injuria a Aquiles, y Aquiles se encierra en su tienda, pero no le pide satisfacción. Alcibíades alza el palo sobre Temístocles, y el gran Temístocles, según nuestra moderna civilización, queda como un cobarde.
El duelo, en medio de la duración del mundo, es una invención de ayer: cerca de seis mil años se ha tardado en comprender que cuando uno se porta mal con otro, le queda siempre un medio de enmendar el daño que le ha hecho, y este medio es matarle. El hombre es lento en todos sus adelantos, y si bien camina indudablemente hacia la verdad, suele tardar en encontrarla.
Mi objeto era referir simplemente un hecho de que no ha muchos meses fui testigo ocular; pero como yo no presencié, digámoslo así, más que el desenlace, mis lectores me perdonarán si tomo mi relación ab ovo.
Mi amigo Carlos, hijo del marqués de***, era heredero de bienes cuantiosos, que eran en él, al revés que en el mundo, la menos apreciable de sus circunstancias. Adorado de sus padres, que habían empleado en su educación cuanto esmero es imaginable, Carlos se presentó en el mundo con talento, con instrucción, con todas esas superfluidades de primera necesidad, con una herencia capaz de asegurar la fortuna de varias familias, con una figura a propósito para hacer la de muchas mujeres, y con un carácter destinado a constituir la de todo el que de él dependiese.
Pero desgraciadamente la diferencia que existe entre los necios y los hombres de talento suele ser sólo que los primeros dicen necedades y los segundos las hacen; mi amigo entró en sociedad, y a poco tiempo hubo de enamorarse; los hombres de imaginación necesitan mujeres muy picantes o muy sensibles, y esta especie de mujeres deben de ser mejores para ajenas que para propias. La joven Adela era sin duda alguna de las picantes; hermosa a sabiendas suyas y con una conciencia de su belleza acaso harto pronunciada, sus padres habían tratado de adornarla de todas las buenas cualidades de sociedad; la sociedad llama buenas cualidades en una mujer lo que se llama alcance en una escopeta y tino en un cazador, es decir, que se había formado a Adela como una arma ofensiva con todas las reglas de la destrucción; en punto a la coquetería era una obra acabada, y capaz de acabar con cualquiera; muy poco sensible, en realidad, podía fingir admirablemente todo ese sentimentalismo sin el cual no se alcanza en el día una sola victoria. ¿Cómo no adorar a Adela? Era la verdad entre la mentira, el candor entre la malicia, decía mi amigo al verla en el gran mundo; era el cielo en la tierra. De allí a poco Carlos y Adela eran uno.
He oído decir muchas veces que suele salir de una coqueta una buena madre de familia; también puede salir de una tormenta una cosecha: yo soy de opinión que la mujer que empieza mal, acaba peor. Adela fue un ejemplo de esta verdad; medio año hacía que se había unido con santos vínculos a Carlos; la moda exigía cierta separación, cierto abandono. Un joven del mejor tono fue más asiduo y mañoso, y Adela abrazó por fin las reglas del gran mundo; el joven era orgulloso, y entre el cúmulo de adoradores de camino trillado parecía despreciar a Adela; con mujeres coquetas y acostumbradas a vencer, rara vez se deja de llegar a la meta por ese camino. ¡¡¡Adela no quería faltar a su virtud...pero Eduardo era tan orgulloso!!! Era preciso humillarlo; esto no era malo; era un juego; siempre se empieza jugando. Cómo se acaba no lo diré, pero así acabó Adela como se acaba siempre.
La cosa desgraciadamente fue escandalosa, y el mundo exigía una satisfacción. Carlos hubo de dársela. Eduardo fue retado, y llamado yo como padrino no pude menos de asistir a la satisfacción. A las cinco de la mañana estábamos los contendientes y los padrinos en la puerta de..., de donde nos dirigimos al teatro frecuente de esta especie de luchas. Ésta no era de aquellas que debían acabar con un almuerzo. Una mujer había faltado, y el honor exigía en reparación la muerte de dos hombres. Es incomprensible, pero es cierto.
Se eligió el terreno, se dio la señal, y los dos tiros salieron a un tiempo; de allí a poco había expirado un hombre útil a la sociedad. Carlos había caído, pero habían quedado en pie su mujer y su honor.

( Fígaro, 27 de abri1 de 1835)

1.      Resumen del texto.
2.      En el artículo, Larra pone en entredicho tanto el trasnochado concepto del honor como un cierto modelo de educación femenina. Relaciona su visión de esos dos temas con la que ofrecen el teatro barroco (El alcalde de Zalamea, Fuenteovejuna ) y la comedia neoclásica (El sí de las niñas).
3.      Con los ejemplos oportunos, comenta los recursos lingüísticos y literarios mediante los que el autor presenta su crítica.

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