Una vez leídos y comentados los 12 capítulos en clase,
puedes dejar tus impresiones en unas 6-8 líneas:
tu capítulo preferido, el más gracioso, el más conmovedor,
la frase más lograda,
las formas de vida hace ya un siglo en un pueblo andaluz...
la frase más lograda,
las formas de vida hace ya un siglo en un pueblo andaluz...
Cierre: lunes 1 de diciembre a las 20h.
Platero y yo (1914-2014) |
JUAN RAMÓN JIMÉNEZ
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En 1905, Juan Ramón Jiménez,
que ya goza de fama como escritor, se traslada de Madrid a su pueblo (Moguer,
Huelva) para recuperarse de una larga depresión.
Para sobrellevar su
tristeza, el poeta se procura la compañía de un borriquillo, con el que comparte
los acontecimientos del día a día. Esas anécdotas cotidianas son la materia
esencial de Platero y yo, un libro que
goza de fama universal.
En la obra, conviven el
humor (“El loro”, “El eco”) y el amor a los animales (“La perra parida”), la
tragedia (“La fantasma”, “La muerte”) y la recreación de costumbres (“La
miga”, “Piñones”). Pero hay un tema al que JRJ vuelve una y otra vez; es el
drama de los niños pobres, obligados a trabajar desde muy pequeños, por lo
que ya no podrán asistir a la escuela ni jugar como los demás niños. Lo vemos
en algunos capítulos del libro, tales como “Juegos del anochecer”, “El tío de
las vistas” o “Albérchigos”. Firme defensor de los derechos de la infancia y
de la Institución Libre de Enseñanza, JRJ critica en esos capítulos una
injusticia tan evidente.
Al cabo de un siglo, Platero y yo sigue gozando del favor
de los lectores. JRJ supo combinar en él la brevedad con la mirada aguda, la transparencia
de la prosa con un estilo depurado. Por todo ello, su lectura sigue siendo un
verdadero placer.
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ÍNDICE
1.
Juegos del
anochecer
2.
La miga
3.
La coz
4.
La fantasma
5.
La perra
parida
6.
El tío de las
vistas
7.
Albérchigos
8.
El perro
sarnoso
9.
El loro
10. El eco
11. Piñones
12. La muerte
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12. La muerte
Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos
los ojos y tristes. Fui a él, lo acaricié hablándole, y quise que se levantara...
El pobre se removió bruscamente, y
dejó una mano arrodillada. No podía... Entonces le tendí su mano en el suelo y
mandé venir a su médico. El viejo Darbón, cuando lo vio, abrió su enorme boca
desdentada y movió sobre el pecho la cabeza, igual que un péndulo.
-Nada bueno, ¿eh?
No sé qué contestó... Que el
infeliz se iba... Nada... Que un dolor... Que no sé qué raíz mala...
A mediodía, Platero estaba muerto.
La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo, y sus patas,
rígidas y descoloridas, se elevaban al
cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo apolillado de las muñecas viejas que
se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza...
Por la cuadra en silencio,
encendiéndose cada vez que pasaba ante la ventana, revolaba una bella mariposa
de tres colores…
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1. Juegos del anochecer
Al atardecer, cuando entramos Platero y yo por la
calleja miserable que da al río seco, los niños pobres juegan a asustarse, fingiéndose
mendigos. Uno se echa un saco a la cabeza, otro dice que no ve, otro se hace
el cojo...
Después, en ese brusco cambiar de
la infancia, como llevan unos zapatos y un vestido, y como sus madres, ellas
sabrán cómo, les han dado algo de comer, se creen unos príncipes:
-Mi pare tie un reló e plata.
-Y er mío, un cabayo.
-Y er mío, una ejcopeta.
Reloj que levantará a la
madrugada, escopeta que no matará el hambre, caballo que llevará a la
miseria...
El corro, luego. Una niña
forastera, que habla con voz débil, canta entonadamente, como una princesa:
Yo soy la viudita / del Conde de Oré...
...¡Sí, sí! ¡Cantad, soñad, niños
pobres! Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la primavera os asustará,
como un mendigo, enmascarada de invierno.
—Vamos, Platero…
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2. La miga
Platero, si tú vinieras a la miga con los demás
niños, aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes. Sabrías tanto como el
burro de las figuras de cera; más que el médico y el cura de Palos, seguro.
Pero, aunque no tienes más que cuatro años, ¡eres tan
poco fino!
¿En
qué sillita te ibas a sentar tú, en qué mesa ibas tú a escribir, qué cartilla
ni qué pluma te bastarían?
No.
Doña Domitila te tendría, a lo mejor, dos horas de rodillas en un rincón del
patio de los plátanos, o te daría con su larga caña seca en las manos, o se
comería la carne de membrillo de tu merienda, o te pondría tan coloradas y
tan calientes las orejas como se le ponen al hijo del mayoral cuando va a
llover...
No, Platero, no. Vente tú conmigo. Yo te enseñaré las flores y las
estrellas. Y no se reirán de ti como de un niño torpón, ni te pondrán dos
orejas de cartón más grandes que las tuyas.
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11. Piñones
Ahí viene, por el sol de la calle Nueva, la chiquilla
de los piñones. Los trae crudos y tostados. Voy a comprarle, para ti y para
mí, una perra gorda de piñones tostados, Platero.
Noviembre superpone invierno y
verano en días dorados y azules. Pica el sol, y las venas se hinchan como
sanguijuelas, redondas y azules... Por las calles tranquilas y limpias, pasa
la niña de la Arena, que pregona larga y sentidamente:
¡A loj tojtaiiitoooj piñoneee... !
Los novios los comen juntos en las
puertas, trocando, entre sonrisas de llama, meollos escogidos. Los niños, de
camino al colegio, los van partiendo en los umbrales con una piedra... Me acuerdo
de que, siendo yo niño, íbamos al naranjal de Mariano las tardes de invierno
con un buen puñado de piñones tostados, y toda mi ilusión era llevar la
navaja con que los partíamos, una navaja de cabo de nácar, labrada en forma
de pez, con dos ojitos de rubí a través de los cuales se veía la Torre
Eiffel...
¡Qué gusto tan
bueno dejan en la boca los piñones tostados, Platero! Se siente uno seguro con
ellos, y hasta echaría uno un pulso con León, Platero, el mozo de los coches.
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10. El eco
He parado a Platero en la vuelta del camino, junto al
algarrobo que cierra la entrada del prado; y aumentando mi boca con mis
manos, he gritado contra la roca: ¡Platerooooo!
La roca, con respuesta seca,
endulzada un poco por el contagio del agua próxima, ha dicho: ¡…terooooooooo!
Platero ha vuelto, rápido, la
cabeza, y con un impulso de arrancar, se ha estremecido todo.
-¡Platero! -he gritado de nuevo a
la roca.
La roca de nuevo ha dicho: ¡…terooooooooo!
Platero me ha mirado, ha mirado a
la roca y, remangado el labio, ha puesto un interminable rebuzno contra el cielo.
La roca ha rebuznado larga y oscuramente con él en un rebuzno paralelo al suyo,
con el fin más largo.
Platero ha vuelto a rebuznar. La
roca ha vuelto a rebuznar.
Entonces, Platero, en un rudo
alboroto testarudo, se ha cerrado como un día malo, ha empezado a dar
vueltas, queriendo romper las riendas, huir, dejarme solo, hasta que me lo he
ido trayendo con palabras suaves, y poco a poco su rebuzno se ha ido quedando
solo en su rebuzno, entre las chumberas.
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3. La coz
Íbamos al herradero de los novillos. El patio
empedrado vibraba con el relincho de los caballos, con el reír fresco de las
mujeres, con los afilados ladridos inquietos de los perros. Platero, en un
rincón, se impacientaba.
- Pero, hombre -le dije-, si tú no
puedes venir con nosotros; si eres muy chico...
Se ponía tan loco que le pedí al
vaquero que se subiera en él y lo llevara con nosotros.
Por el campo claro, ¡qué alegre
cabalgar! Estaban las marismas risueñas de oro, con el sol en sus espejos
rotos. Entre el redondo trote de los caballos, Platero alzaba su trotecillo,
que necesitaba multiplicar para no quedarse atrás. De pronto, sonó como un
tiro de pistola. Platero le había rozado la grupa a un potro con su boca, y
el potro le había respondido con una rápida coz. Nadie hizo caso, pero yo le
vi a Platero una pata ensangrentada. Eché pie a tierra y, con una espina y
una crin, le prendí la vena rota. Luego le dije al vaquero que se lo llevara
a casa.
Se fueron los dos, lentos y
tristes, por el arroyo seco que baja del pueblo, tornando la cabeza al
brillante huir de nuestro tropel...
Cuando, de vuelta del cortijo, fui
a ver a Platero, me lo encontré mustio y doloroso.
-¿Ves cómo tú no puedes ir a ninguna parte
con los hombres?
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4. La fantasma
La mayor diversión de Anilla la Manteca era vestirse
de fantasma. Se envolvía en una sábana, añadía harina a su rostro, se ponía
dientes de ajo en los dientes, y cuando, ya después de cenar, soñábamos en la
salita medio dormidos, aparecía ella por la escalera de mármol, con un farol
encendido, andando lenta, imponente y muda.
Nunca
olvidaré, Platero, aquella noche de setiembre. La tormenta palpitaba sobre el
pueblo como un corazón malo, descargando agua y piedra entre la desesperada
insistencia del relámpago y del trueno. Rebosaba ya el aljibe. Fui,
tembloroso, a beber al comedor, y en la verde blancura de un relámpago, vi el
eucalipto de las Velarde caído sobre el tejado...
De pronto, un espantoso ruido seco
conmovió la casa. Cuando volvimos a la realidad, todos estábamos en sitio
diferente al que teníamos un momento antes. Uno se quejaba de la cabeza, otro
de los ojos, otro del corazón... Poco a poco fuimos tornando a nuestros sitios.
Se alejaba la tormenta... La luna,
entre unas nubes enormes que se rajaban de arriba abajo, encendía el agua.
Lord iba y venía, ladrando como loco.
Lo seguimos...
Platero;
abajo ya, junto a la flor de noche que exhalaba un nauseabundo olor, la pobre
Anilla, vestida de fantasma, estaba muerta, aún encendido el farol en su mano,
negra por el rayo.
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9. El loro
Estábamos jugando con Platero y con el loro, en el
huerto de mi amigo, el médico francés, cuando una mujer joven, desordenada y
ansiosa, llegó cuesta abajo hasta nosotros suplicando:
- Zeñorito: ¿ejtá ahí eze médico?
Tras ella venían unos chiquillos
que, a cada instante, jadeando, miraban camino arriba; al fin, varios hombres
que traían a otro, lívido y decaído. Era un cazador furtivo de esos que cazan
venados en el coto de Doñana. La escopeta se le había reventado, y el cazador
traía el tiro en un brazo. Mi amigo se llegó hasta el herido, le levantó unos
míseros trapos que le habían puesto, le lavó la sangre y le fue tocando
huesos y músculos. De vez cuando me decía:
-Ce
n'est rien...
Caía la tarde. De Huelva llegaba
un olor a marisma, a brea, a pescado... Los naranjos redondeaban sus
apretados terciopelos de esmeralda. En una lila, lila y verde, el loro, verde
y rojo, iba y venía, curioseándonos con sus ojitos redondos. Al cazador se le
llenaban de sol las lágrimas saltadas; a veces, dejaba oír un ahogado grito.
Y el loro:
- Ce n'est rien...
Mi amigo
ponía al herido algodones y vendas... El pobre hombre:
-
¡Aaaay!
Y el
loro, entre las lilas:
-Ce
n'est rien... Ce n'est rien…
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A todo el mundo
le suena
el comienzo de Platero.
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Lo que quizá no sepan
es cómo acaba.
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Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando
por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos.
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A mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón
se le había hinchado como el mundo... Parecía su pelo rizoso ese pelo apolillado
de las muñecas viejas que se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza...
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