jueves, 1 de noviembre de 2012

2A > Tristana




SLECCIÓN

CAPÍTULO I

En el populoso barrio de Chamberí, más cerca del Depósito de Aguas que de Cuatro Caminos, vivía, no ha muchos años, un hidalgo de buena estampa y nombre peregrino; no aposentado en casa solariega, pues por allí no las hubo nunca, sino en plebeyo cuarto de alquiler de los baratitos, con ruidoso vecindario de taberna, merendero, cabrería y estrecho patio interior de habitaciones numeradas. La primera vez que tuve conocimiento de tal personaje y pude observar su catadura militar de antiguo cuño, algo así como una reminiscencia pictórica de los tercios viejos de Flandes, dijéronme que se llamaba don Lope de Sosa, nombre que trasciende al polvo de los teatros o a romance de los que traen los librillos de retórica; y, en efecto, nombrábanle así algunos amigos maleantes; pero él respondía por don Lope Garrido. Andando el tiempo, supe que la partida de bautismo rezaba don Juan López Garrido, resultando que aquel sonoro don Lope era composición del caballero, como un precioso afeite aplicado a embellecer la personalidad; y tan bien caía en su cara enjuta, de líneas firmes y nobles, tan buen acomodo hacía el nombre con la espigada tiesura del cuerpo, con la nariz de caballete, con su despejada frente y sus ojos vivísimos, con el mostacho entrecano y la perilla corta, tiesa y provocativa, que el sujeto no se podía llamar de otra manera. O había que matarle o decirle don Lope.

CAPÍTULO III

El tiempo corto que mediaba entre mudanza y mudanza empleábalo Josefina (madre de Tristana) en lavar y fregotear cuanto cogía por delante, movida de escrúpulos nerviosos y de ascos hondísimos, más potentes que una fuerte impulsión instintiva. No daba la mano a nadie, temerosa de que le pegasen herpetismo o pústulas repugnantes. No comía más que huevos, después de lavarles el cascarón, y recelosa siempre de que la gallina que los puso hubiera picoteado en cosas impuras. Una mosca la ponía fuera de sí. Despedía las criadas cada lunes y cada martes por cualquier inocente contravención de sus extravagantes métodos de limpieza. No le bastaba con deslucir los muebles a fuerza de agua y estropajo; lavaba también las alfombras, los colchones de muelles, y hasta el piano, por dentro y por fuera. Rodeábase de desinfectantes y antisépticos, y hasta en la comida se advertían tufos de alcanfor. Con decir que lavaba los relojes está dicho todo. A su hija la zambullía en el baño tres veces al día, y el gato huyó bufando de la casa, por no hallarse con fuerzas para soportar los chapuzones que su ama le imponía.

CAPÍTULO V

-¡Ay, no, señorita, no pensaba tal cosa! -replicó la doméstica prontamente-. Siempre se encuentran unos pantalones para todo, inclusive para casarse. Yo me casé una vez, y no me pesó; pero no volveré por agua a la fuente de la vicaría. Libertad, tiene razón la señorita, libertad, aunque esta palabra no suena bien en boca de mujeres. ¿Sabe la señorita cómo llaman a las que sacan los pies del plato? Pues las llaman, por buen nombre, libres. De consiguiente, si ha de haber un poco de reputación, es preciso que haya dos pocos de esclavitud. Si tuviéramos oficios y carreras las mujeres, como los tienen esos bergantes de hombres, anda con Dios. Pero, fíjese, sólo tres carreras pueden seguir las que visten faldas: o casarse, que carrera es, o el teatro... vamos, ser cómica, que es buen modo de vivir, o... no quiero nombrar lo otro. Figúreselo.


CAPÍTULO VII

Los domingos no quedaba bicho viviente en casa, y todas las vías de Chamberí, los altos de Maudes, las avenidas del   Hipódromo y los cerros de Amaniel hormigueaban de gente. Por la carretera no cesaba el presuroso desfile hacia los merenderos de Tetuán. Un domingo de aquel hermoso octubre, Saturna y Tristana fueron a esperar a los hospicianos en la calle de Ríos Rosas, que enlaza los altos de Santa Engracia con la Castellana. Unos se pegaron a las madres, que les habían venido siguiendo desde lejos; otros armaron al instante la indispensable corrida de novillos de puntas, con presidencia, chiquero, apartado, callejones, barrera, música del hospicio y demás perfiles. A la sazón pasaron por allí, viniendo de la Castellana, los sordomudos, en grupos de mudo y ciego, con sus gabanes azules y galonada gorra. En cada pareja, los ojos del mudo valían al ciego para poder andar sin tropezones; se entendían por el tacto con tan endiabladas garatusas, que causaba maravilla verlos hablar.

CAPÍTULO VIII

Además de cartearse a diario con verdadero ensañamiento, se veían todas las tardes. Tristana salía con Saturna, y él las aguardaba un poco más acá de Cuatro Caminos. La criada los dejaba partir solos, con bastante pachorra y discreción bastante para esperarlos todo el tiempo que emplearan ellos en divagar por las verdes márgenes de la acequia del oeste o por los cerros áridos de Amaniel, costeando el canal del Lozoya. Él iba de capa, ella de velito y abrigo corto, de bracete, olvidados del mundo y de sus fatigas y vanidades, viviendo el uno para el otro y ambos para un yo doble, soñando paso a paso, o sentaditos en extático grupo. De lo presente hablaban mucho; pero la autobiografía se infiltraba sin saber cómo en sus charlas dulces y confiadas, todas amor, idealismo y arrullo, con alguna queja mimosa o petición formulada de pico a pico por el egoísmo insaciable, que exige promesas de querer más, más, y a su vez ofrece increíbles aumentos de amor, sin ver el límite de las cosas humanas.


CAPÍTULO X

Con estas cosas, no menos que con sus arranques de mal genio, don Lope llegó a inspirar a su cautiva un aborrecimiento sordo y profundo, que a veces se disfrazaba de menosprecio, a veces de repugnancia. Horriblemente hastiada de su compañía, contaba los minutos esperando el momento en que solía echarse a la calle. Causábale espanto la idea de que cayese enfermo, porque entonces no saldría, ¡Dios bendito!, y ¿qué sería de ella presa, sin poder...? No, no, esto era imposible. Habría paseíto, aunque don Lope enfermase o se muriera. Por las noches, casi siempre fingía Tristana dolor de cabeza para retirarse pronto de la vista y de las odiosas caricias del don Juan caduco. «Y lo raro es -decía la niña, a solas con su pasión y su conciencia- que si este hombre comprendiera que no puedo quererle, si borrase la palabra amor de nuestras relaciones, y estableciera entre los dos... otro parentesco, yo le querría, sí, señor, le querría, no sé cómo, como se quiere a un buen amigo, porque él no es malo, fuera de la perversidad monomaníaca de la persecución de mujeres. Hasta le perdonaría yo el mal que me ha hecho, mi deshonra, se lo perdonaría de todo corazón, sí, sí, con tal que me dejase en paz... Dios mío, inspírale que me deje en paz, y yo le perdonaré, y hasta le tendré cariño, y seré como las hijas demasiado humildes que parecen criadas, o como las sirvientas leales, que ven un padre en el amo que les da de comer».
…..

Mirando a lo inmediato y positivo, Horacio la incitaba a subir con él al estudio, demostrándole la comodidad y reserva que aquel local les ofrecía para pasar juntos la tarde. ¡Flojitas ganas tenía ella de ver el estudio! (EIL) Pero tan grande como su deseo era su temor de encariñarse demasiado con el nido, y sentirse en él tan bien que no pudiera abandonarlo. Barruntaba lo que en la vivienda de su ídolo, vecina de los pararrayos, según Saturna, podría pasarle; es decir, no lo barruntaba, lo veía tan claro que más no podía ser. Y le asaltaba el recelo amarguísimo de ser menos amada después de lo que allí sucediera, como se pierde el interés del jeroglífico después de descifrado; recelaba también que el caudal de su propio cariño disminuyera prodigándose en el grado supremo.

CAPÍTULO XI

Terminada la comida, retirose a su cuarto y encendió un puro, llamando a Tristana para que le hiciese compañía; y estirándose en la butaca, le dijo estas palabras, que hicieron temblar a la joven:
-No es sólo Saturna la que tiene un idilio nocturno por ahí. Tú también lo tienes. No, si nadie me ha dicho nada... Pero te lo conozco; hace días que te lo leo... en la cara, en la voz.
Tristana palideció. Su blancura de nácar tomó azuladas tintas a la luz del velón con pantalla que alumbraba el gabinete. Parecía una muerta hermosísima, y se destacaba sobre el sofá con el violento escorzo de una figura japonesa, de esas cuya estabilidad no se comprende, y que parecen cadáveres risueños pegados a un árbol, a una nube, a incomprensibles fajas decorativas. Puso fin en su cara exangüe una sonrisilla forzada, y sobrecogida contestó: «Te equivocas... yo no tengo...». Don Lope se le imponía de tal modo, y la fascinaba con tan misteriosa autoridad, que ante él, aun con tantas razones para rebelarse, no sabía tener ni un respiro de voluntad.

CAPÍTULO XII

«Por fin -dijo en alta voz, después de una pausa, en la cual juzgó y pesó la frialdad de su cautiva-, quedamos en que no tienes maldita gana de contarme tu idilio. Eres tonta. Sin hablar, me lo estás contando con la repugnancia que tienes de mí y que no puedes disimular. Entendido, hija, entendido. No estoy acostumbrado a inspirar asco, francamente, ni soy hombre que gusta de echar tantos memoriales para obtener lo que le corresponde. No me estimo en tan poco. ¿Qué pensabas? ¿Que te iba a pedir de rodillas...? Guarda tus encantos juveniles para algún otro monigote de estos de ahora, sí, de estos que no podemos llamar hombres sin acortar la palabra o estirar la persona. Vete a tu cuartito y medita sobre lo que hemos hablado. Bien podría suceder que tu idilio me resultara indiferente... mirándolo yo como un medio fácil de que aprendieras, por demostración experimental, lo que va de hombre a hombre... Pero bien podría suceder también que se me indigestara, y que sin atufarme mucho, porque el caso no lo merece, como quien aplasta hormigas, te enseñara yo...
Indignose tanto la niña de aquella amenaza, y hubo de encontrarla tan insolente, que sintió resurgir de su pecho el odio que en ocasiones su tirano le inspiraba. Y como las tumultuosas apariciones de aquel sentimiento le quitaban por ensalmo la cobardía, se sintió fuerte ante él, y le soltó redonda una valiente respuesta: «Pues mejor: no temo nada. Mátame cuando quieras».

CAPÍTULO XIV

«Es muy particular lo que me pasa: aprendo fácilmente las cosas difíciles; me apropio las ideas y las reglas de un arte... hasta de una ciencia, si me apuras; pero no puedo enterarme de las menudencias prácticas de la vida. Siempre que compro algo, me engañan; no sé apreciar el valor de las cosas; no tengo ninguna idea de gobierno, ni de orden, y si Saturna no se entendiera con todo en mi casa, aquello sería [113] una leonera. Es  indudable que cada cual sirve para una cosa; yo podré servir para muchas, pero para esa está visto que no valgo. Me parezco a los hombres en que ignoro lo que cuesta una arroba de patatas y un quintal de carbón. Me lo ha dicho Saturna mil veces, y por un oído me entra y por otro me sale. ¿Habré nacido para gran señora? Puede que sí. Como quiera que sea, me conviene aplicarme, aprender todo eso, y, sin perjuicio de poseer un arte, he de saber criar gallinas y remendar la ropa. En casa trabajo mucho, pero sin iniciativa. Soy pincha de Saturna, la ayudo, barro, limpio y fregoteo, eso sí; pero ¡desdichada casa si yo mandara en ella! Necesito aprenderlo, ¿verdad? El maldito don Lope ni aun eso se ha cuidado de enseñarme. Nunca he sido para él más que una circasiana comprada para su recreo, y se ha contentado con verme bonita, limpia y amable».


CAPÍTULO XVI

De él a ella:

«Hijita, ¡qué días paso! Hoy quise pintar un burro, y me salió... algo así como un pellejo de vino con orejas. Estoy de remate; no veo el color, no veo la línea, más que a mi Restituta, que me encandila los ojos con sus monerías. Día y noche me persigue la imagen de mi monstrua serrana, con todo el pesquis del Espíritu Santo y toda la sal del botiquín (…)
Haz el favor de no decirme que tú no vales, que eres un cero. ¡Ceritos a mí! Pues yo te digo, aunque la modestia te salga a la cara como una aurora boreal, yo te digo, ¡oh Restituta!, que todos los bienes del mundo son una perra chica comparados con lo que tú vales; y que todas las glorias humanas, soñadas por la ambición y perseguidas por la fortuna, son un zapato viejo comparadas con la gloria de ser tu dueño... No me cambio por nadie... No, no, digo mal: quisiera ser Bismarck para crear un imperio, y hacerte a ti emperatriz. Chiquilla, yo seré tu vasallo humilde; pisotéame, escúpeme, y manda que me azoten».

De ella a él:

«... Ni en broma me digas que puede mi señó Juan dejar de quererme. No conoces tú bien a tu Panchita de Rímini, que no se asusta de la muerte, y se siente con valor para suicidarse a sí misma con la mayor sal del mundo. Yo me mato como quien se bebe un vaso de agua. En fin, que no me vuelvas a decir eso de quererme un poquito menos, porque mira tú... ¡si vieras qué bonita colección de revólveres tiene mi don Lepe! Y te advierto que los sé manejar, y que si me atufo, ¡pim!, me voy a dormir la siesta con el Espíritu Santo...».
¡Y cuando el tren traía y llevaba todo este cargamento de sentimentalismo, no se inflamaban los ejes del coche-correo ni se disparaba la locomotora, como corcel en cuyos ijares aplicaran espuelas calentadas al rojo! Tantos ardores permanecían latentes en el papelito en que estaban escritos.


CAPÍTULO XVII

Aspiro a no depender de nadie, ni del hombre que adoro. No quiero ser su manceba, tipo innoble, la hembra que mantienen algunos individuos para que les divierta, como un perro de caza; ni tampoco que el hombre de mis ilusiones se me convierta en marido. No veo la felicidad en el matrimonio. Quiero, para expresarlo a mi manera, estar casada conmigo misma, y ser mi propia cabeza de familia. No sabré amar por obligación; sólo en la libertad comprendo mi fe constante y mi adhesión sin límites. Protesto, me da la gana de protestar contra los hombres, que se han cogido todo el mundo por suyo, y no nos han dejado a nosotras más que las veredas estrechitas por donde ellos no saben andar...

CAPÍTULO XIX

Lady Macbeth: The raven himself is hoarse // That croaks the fatal entrance of Duncan //
Under my battlements. Come, you spirits // That tend on mortal thoughts, unsex me here, //
And fill me from the crown to the toe topful // Of direst cruelty!
                                                                                                                                             (Shakespeare, Macbeth)

“Unsex me here” > leit-motiv de Tristana en sus cartas a Horacio: “Quítame mi condición de mujer (y así me sentiré libre para matar al rey Duncan- don Lope)”.

CAPÍTULO XX

-¿Qué tal, mona? -le dijo don Lope, acariciándole la barbilla y sentándose a su lado-. Mejor, ¿verdad? Me ha dicho Miquis que ahora vas bien, y que el mucho dolor es señal de mejoría. Claro, ya no tienes aquel dolor sordo, profundo, ¿verdad? Ahora te duele, te duele de firme; pero como una desolladura... eso es. Yo tengo confianza; tenla tú también. ¿Quieres más libros para distraerte? ¿Quieres dibujar? Pide por esa boca. ¿Tráigote comedias para que vayas estudiando tus papeles? (Tristona hacía signos negativos de cabeza.) Bueno, pues te traeré novelas bonitas o libros de Historia. Ya que has empezado a llenar tu cabeza de sabiduría, no te quedes a la mitad A mí me da el corazón que has de ser una mujer extraordinaria. ¡Y yo tan bruto, que no comprendí desde el principio tus grandes facultades! No me lo perdonaré nunca.
        -Todo perdonado -murmuró Tristana con señales de profundo aburrimiento.
        -Y ahora, ¿comemos? ¿Tienes ganita? ¿Que no? Pues, hija, hay que hacer un esfuerzo. Ya que no otra
cosa, el caldo y la copita de jerez. ¿Te chuparías una patita de gallina? ¿Que no? Pues no insisto... Ahora, si la egregia Saturna quiere darme algún alimento, se lo agradeceré. No tengo muchas ganas; pero me siento desfallecido y algo hay que echar al cuerpo miserable (...).
….

- Es inútil que niegues lo que declara tu turbación. No sé nada y lo sé todo. Ignoro y adivino. El corazón de la mujer no tiene secretos para mí. He visto mucho mundo. No te pregunto quién es el caballerito, ni me importa saberlo. Conozco la historia, que es de las más viejas, de las más adocenadas y vulgares del humano repertorio. El tal te habrá vuelto tarumba con esa ilusión cursi del matrimonio, buena para horteras y gente menuda. Te habrá hablado del altarito, de las bendiciones y de la vida chabacana y obscura, con sopa boba, criaturitas, ovillito de algodón, brasero, camillita y demás imbecilidades. Y si tú te tragas semejante anzuelo, haz cuenta que te pierdes, que echas a rodar tu porvenir y le das una bofetada a tu destino...


CAPÍTULO XXI

«Aunque no me lo digas, sé que eres como debes ser. Lo siento en mí. Tu inteligencia sin par, tu genio artístico, lanzan sus chispazos dentro de mi propio cerebro. Tu sentimiento elevadísimo del bien, en mi propio corazón parece que ha hecho su nido... ¡Ay, para que veas la virtud del espíritu! Cuando pienso mucho en ti, se me quita el dolor. Eres mi medicina, o al menos un anestésico que mi doctor no entiende. ¡Si vieras...! Miquis se pasma de mi serenidad. Sabe que te adoro; pero no conoce lo que vales, ni que eres el pedacito más selecto de la divinidad. Si lo supiera, sería parco en recetar calmantes, menos activos que la idea de ti... He metido en un puño el dolor, porque necesitaba reposo para escribirte. Con mi fuerza de voluntad, que es enorme, y con el poder del pensamiento, consigo algunas treguas. Llévese el demonio la pierna. Que me la corten. Para nada la necesito. Tan espiritualmente amaré con una pierna como con dos... como sin ninguna».

CAPÍTULO XXII

La misma Tristana se le adelantó, diciendo con aparente serenidad: «Comprendido, doctor... Esta... no la cuento. No me importa. La muerte me gusta; se me está haciendo simpática. Tanto padecer va consumiendo las ganas de vivir... Hasta anoche, figurábaseme que el vivir es algo bonito... a veces... Pero ya me encariño con la idea de que lo más gracioso es morirse... no sentir dolor... ¡qué delicia, qué gusto!». Echose a llorar, y el bravo don Lepe necesitó evocar todo su coraje para no hacer pucheros.

CAPÍTULO XXIV

 Contra su deseo, que a la casa le amarraba, don Lope salía muy a menudo, movido de la necesidad, que en aquellas tristes circunstancias llenaba de amargura y afanes su existencia. Los gastos enormes de la enfermedad de la niña consumieron los míseros restos de su esquilmada fortuna, y llegaron días, ¡ay!, en que el noble caballero tuvo que violentar su delicadeza y desmentir su carácter, llamando a la puerta de un amigo con  retensiones que le parecían ignominiosas. Lo que padeció el infeliz señor no es para referido. En pocos días quedose como si le echaran cinco años más encima. «¡Quién me lo había de decir... Dios mío... yo... Lope Garrido, descender a...! ¡Yo, con mi orgullo, con mi idea puntillosa de la dignidad, rebajarme a pedir ciertos favores...! Y llegará el día en que la insolvencia me ponga en el trance de solicitar lo que no he de poder restituir... Bien sabe Dios que sólo por sostener a esta pobre niña y alegrar su existencia soporto tanta vergüenza y degradación. Me pegaría un tiro y en paz. ¡Al otro mundo con mi alma, al hoyo con mis cansados huesos! Muerte y no vergüenza... Mas las circunstancias disponen lo contrario: vida sin dignidad. No lo hubiera creído nunca. Y luego dicen que el carácter... No, no creo en los caracteres. No hay más que hechos, accidentes. La vida de los demás es molde de nuestra propia vida y troquel de nuestras acciones».

CAPÍTULO XXV

-Saturna -replicó don Lope, golpeando en la mesa con el mango del cuchillo-. Lo tengo más grande que la copa de un pino, más grande que esta casa y más grande que el Depósito de Aguas, que ahí enfrente está.
-Pues entonces... pelillos a la mar. Ya no es usted joven, gracias a Dios; digo... por desgracia. No sea el perro del hortelano, que ni come ni deja comer. Si quiere que Dios le perdone todas sus barrabasadas y picardías, tanto engaño de mujeres y burla de maridos, hágase cargo de que los jóvenes son jóvenes, y de que el mundo y la vida y las cositas buenas son para los que empiezan a vivir, no para los que acaban... Con que tenga un... ¿cómo se dice?, un rasgo, don Lepe, digo, don Lope... y... 
En vez de incomodarse, al infeliz caballero le dio por tomarlo a buenas.
-¿Con que un rasgo...? Vamos a ver: ¿y de dónde sacas tú que yo soy tan viejo? ¿Crees  que no sirvo ya para nada? Ya quisieran muchas, tú misma, con tus cincuenta...».
-¡Cincuenta! Quite usted jierro, señor.
-Pongamos treinta... y cinco.
-Y dos. Ni uno más. ¡Vaya!
-Pues quédese en lo que quieras. Pues digo que tú misma, si yo estuviese de humor y te... No, no te ruborices... ¡Si pensarás que eres un esperpento!... No; arreglándote un poquito, resultarías muy aceptable.  Tienes unos ojos que ya los quisieran más de cuatro.
-Señor... vamos... Pero qué... ¿también a mí me quiere camelar? -dijo la doméstica, familiarizándose tanto, que no vaciló en dejar a un lado de la mesa la fuente vacía de la carne y sentarse frente a su amo, los brazos en jarras.
-No... no estoy ya para diabluras. No temas nada de mí. Me he cortado la coleta y ya se acabaron las bromas y las cositas malas. Quiero tanto a la niña que desde luego convierto en amor de padre el otro amor, ya sabes... y soy capaz, por hacerla dichosa, de todos los rasgos, como tú dices, que... En fin, ¿qué hay?... ¿Ese mequetrefe...?
-Por Dios, no le llame así. No sea soberbio. Es muy guapo.
-¿Qué sabes tú lo que son hombres guapos?
-Quítese allá. Toda mujer sabe de eso. ¡Vaya! Y sin comparar, que es cosa fea, digo que don Horacio es un buen mozo... mejorando lo presente. Que usted fue el acabose, por sabido se calla; pero eso pasó. Mírese al espejo y verá que ya se le fue la hermosura. No tiene más remedio que reconocer que el pintorcito...

CAPÍTULO XXVI

-¿Qué?... Por Dios, caballero Díaz, no me sonroje usted ¿Cómo consentir...?
-Tómelo usted por donde quiera... ¿Qué quiere decirme?... ¿que es una indelicadeza proponer que sean de mi cuenta los gastos de la enfermedad de Tristana? Pues hace usted mal, muy mal, en pensarlo así. Acéptelo, y después seremos más amigos.
-¿Más amigos, caballero Díaz? ¡Más amigos después de probar que yo no tengo vergüenza!
-¡Don Lope, por amor de Dios!
-Don Horacio... basta.
-Y en último caso, ¿por qué no se me ha de permitir que regale a mi amiguita un órgano expresivo de superior calidad, de lo mejor en su género; que le añada una completa biblioteca musical para órgano, comprendiendo estudios, piezas fáciles y de concierto, y que por fin, corra de mi cuenta el profesor?...
-Eso... ya... Vea usted cómo transijo. Se admite el regalo del instrumento y de los papeles. Lo del profesor no puede ser, caballero Díaz.
-¿Por qué?
-Porque se regala un objeto, como testimonio de afectos presentes o pasados; pero no sé yo de nadie que obsequie con lecciones de música.
-Don Lope... déjese de distingos.
-A ese paso, llegaría usted a proponerme costearle la ropa y a señalarle alimentos... y esto, con franqueza, paréceme denigrante para mí... a menos que usted viniera con propósitos y fines de cierto género.

CAPÍTULO XXVII

Propúsole Horacio enviarle un carrito de mano para que paseara, y no acogió mal la niña este ofrecimiento, que se hizo efectivo dos días después, aunque no se utilizó sino a los tres o cuatro meses de regalado el vehículo. Lo más triste de todo cuanto allí ocurría era que Horacio dejó de ser asiduo en sus visitas. La retirada fue tan lenta y gradual que apenas se notaba. Empezó por faltar un día, excusándose con ocupaciones imprescindibles; a la siguiente semana hizo novillos dos veces; luego tres, cinco... y por fin, ya no se contaron los días que faltaba, sino los que iba. No parecía Tristana muy contrariada de estas faltillas; recibíale siempre afectuosa, y le veía partir sin aparente disgusto. Jamás le preguntaba el motivo de sus ausencias, ni menos le reñía por ellas. Otra circunstancia digna de notarse era que jamás hablaban de lo pasado: uno y otro parecían acordes en dar por fenecida y rematada definitivamente aquella novela, que sin duda les resulta inverosímil y falsa, produciendo efecto semejante al que nos causan en la edad madura los libros de entretenimiento que nos han entusiasmado y enloquecido en la juventud.





CAPÍTULO XXIX

Y el señor de Garrido, al mejorar de fortuna, tomó una casa mayor en el mismo paseo del Obelisco, la cual tenía un patio con honores de huerta. Revivió el anciano galán con el nuevo estado; parecía menos chocho, menos lelo, y sin saber cómo ni cuándo, próximo al acabamiento de su vida, sintió que le nacían inclinaciones que nunca tuvo, manías y querencias de pacífico burgués. Desconocía completamente aquel ardiente afán que le entró de plantar un arbolito, no parando hasta lograr su deseo, hasta ver que el plantón arraigaba y se cubría de frescas hojas. Y el tiempo que la señora pasaba en la iglesia rezando, él, un tanto desilusionado ya de su afición religiosa, empleábalo en cuidar las seis gallinas y el arrogante gallo que en el patinillo tenía. ¡Qué deliciosos instantes! ¡Qué grata emoción... ver si ponían huevo, si este era grande, y, por fin, preparar la echadura para sacar pollitos, que al fin salieron, ¡ay!, graciosos, atrevidos y con ánimos para vivir mucho! don Lope no cabía en sí de contento, y Tristana participaba de su alborozo. Por aquellos días, entrole a la cojita una nueva afición: el arte culinario en su rama importante de repostería. Una maestra muy hábil enseñole dos o tres tipos de pasteles, y los hacía tan bien, tan bien, que don Lope, después de catarlos, se chupaba los dedos, y no cesaba de alabar a Dios. ¿Eran felices uno y otro?... Tal vez.

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