SLECCIÓN
CAPÍTULO I
En el populoso barrio de Chamberí, más cerca del Depósito de Aguas
que de Cuatro Caminos, vivía, no ha muchos años, un hidalgo de buena estampa y
nombre peregrino; no aposentado en casa solariega, pues por allí no las hubo
nunca, sino en plebeyo cuarto de alquiler de los baratitos, con ruidoso
vecindario de taberna, merendero, cabrería y estrecho patio interior de
habitaciones numeradas. La primera vez que tuve conocimiento de tal personaje y
pude observar su catadura militar de antiguo cuño, algo así como una reminiscencia
pictórica de los tercios viejos de Flandes, dijéronme que se llamaba don Lope
de Sosa, nombre que trasciende al polvo de los teatros o a romance de los que
traen los librillos de retórica; y, en efecto, nombrábanle así algunos amigos
maleantes; pero él respondía por don Lope Garrido. Andando el tiempo, supe que
la partida de bautismo rezaba don Juan López Garrido, resultando que aquel
sonoro don Lope era composición del caballero, como un precioso afeite aplicado
a embellecer la personalidad; y tan bien caía en su cara enjuta, de líneas
firmes y nobles, tan buen acomodo hacía el nombre con la espigada tiesura del cuerpo,
con la nariz de caballete, con su despejada frente y sus ojos vivísimos, con el
mostacho entrecano y la perilla corta, tiesa y provocativa, que el sujeto no se
podía llamar de otra manera. O había que matarle o decirle don Lope.
CAPÍTULO
III
El tiempo corto que mediaba entre mudanza y mudanza empleábalo
Josefina (madre
de Tristana) en lavar y
fregotear cuanto cogía por delante, movida de escrúpulos nerviosos y de ascos
hondísimos, más potentes que una fuerte impulsión instintiva. No daba la mano a
nadie, temerosa de que le pegasen herpetismo o pústulas repugnantes. No comía
más que huevos, después de lavarles el cascarón, y recelosa siempre de que la
gallina que los puso hubiera picoteado en cosas impuras. Una mosca la ponía
fuera de sí. Despedía las criadas cada lunes y cada martes por cualquier
inocente contravención de sus extravagantes métodos de limpieza. No le bastaba
con deslucir los muebles a fuerza de agua y estropajo; lavaba también las alfombras,
los colchones de muelles, y hasta el piano, por dentro y por fuera. Rodeábase
de desinfectantes y antisépticos, y hasta en la comida se advertían tufos de
alcanfor. Con decir que lavaba los relojes está dicho todo. A su hija la zambullía
en el baño tres veces al día, y el gato huyó bufando de la casa, por no
hallarse con fuerzas para soportar los chapuzones que su ama le imponía.
CAPÍTULO V
-¡Ay, no, señorita, no pensaba tal cosa! -replicó la doméstica
prontamente-. Siempre se encuentran unos pantalones para todo, inclusive para
casarse. Yo me casé una vez, y no me pesó; pero no volveré por agua a la fuente
de la vicaría. Libertad, tiene razón la señorita, libertad, aunque esta palabra
no suena bien en boca de mujeres. ¿Sabe la señorita cómo llaman a las que sacan
los pies del plato? Pues las llaman, por buen nombre, libres. De consiguiente,
si ha de haber un poco de reputación, es preciso que haya dos pocos de esclavitud.
Si tuviéramos oficios y carreras las mujeres, como los tienen esos bergantes de
hombres, anda con Dios. Pero, fíjese, sólo tres carreras pueden seguir las que
visten faldas: o casarse, que carrera es, o el teatro... vamos, ser cómica, que
es buen modo de vivir, o... no quiero nombrar lo otro. Figúreselo.
CAPÍTULO VII
Los domingos no quedaba bicho viviente en casa, y todas las vías
de Chamberí, los altos de Maudes, las avenidas del Hipódromo y los cerros de Amaniel
hormigueaban de gente. Por la carretera no cesaba el presuroso desfile hacia
los merenderos de Tetuán. Un domingo de aquel hermoso octubre, Saturna y Tristana
fueron a esperar a los hospicianos en la calle de Ríos Rosas, que enlaza los
altos de Santa Engracia con la Castellana. Unos se pegaron a las madres, que
les habían venido siguiendo desde lejos; otros armaron al instante la indispensable
corrida de novillos de puntas, con presidencia, chiquero, apartado, callejones,
barrera, música del hospicio y demás perfiles. A la sazón pasaron por allí,
viniendo de la Castellana, los sordomudos, en grupos de mudo y ciego, con sus
gabanes azules y galonada gorra. En cada pareja, los ojos del mudo valían al
ciego para poder andar sin tropezones; se entendían por el tacto con tan endiabladas
garatusas, que causaba maravilla verlos hablar.
CAPÍTULO VIII
Además de cartearse a diario con verdadero ensañamiento, se veían
todas las tardes. Tristana salía con Saturna, y él las aguardaba un poco más
acá de Cuatro Caminos. La criada los dejaba partir solos, con bastante pachorra
y discreción bastante para esperarlos todo el tiempo que emplearan ellos en divagar
por las verdes márgenes de la acequia del oeste o por los cerros áridos de
Amaniel, costeando el canal del Lozoya. Él iba de capa, ella de velito y abrigo
corto, de bracete, olvidados del mundo y de sus fatigas y vanidades, viviendo
el uno para el otro y ambos para un yo doble, soñando paso a paso, o sentaditos
en extático grupo. De lo presente hablaban mucho; pero la autobiografía se
infiltraba sin saber cómo en sus charlas dulces y confiadas, todas amor,
idealismo y arrullo, con alguna queja mimosa o petición formulada de pico a pico
por el egoísmo insaciable, que exige promesas de querer más, más, y a su vez
ofrece increíbles aumentos de amor, sin ver el límite de las cosas humanas.
CAPÍTULO X
Con estas cosas, no menos que con sus arranques de mal genio, don
Lope llegó a inspirar a su cautiva un aborrecimiento sordo y profundo, que a
veces se disfrazaba de menosprecio, a veces de repugnancia. Horriblemente
hastiada de su compañía, contaba los minutos esperando el momento en que solía
echarse a la calle. Causábale espanto la idea de que cayese enfermo, porque
entonces no saldría, ¡Dios bendito!, y ¿qué sería de ella presa, sin poder...?
No, no, esto era imposible. Habría paseíto, aunque don Lope enfermase o se muriera.
Por las noches, casi siempre fingía Tristana dolor de cabeza para retirarse
pronto de la vista y de las odiosas caricias del don Juan caduco. «Y lo raro es
-decía la niña, a solas con su pasión y su conciencia- que si este hombre
comprendiera que no puedo quererle, si borrase la palabra amor de nuestras
relaciones, y estableciera entre los dos... otro parentesco, yo le querría, sí,
señor, le querría, no sé cómo, como se quiere a un buen amigo, porque él no es
malo, fuera de la perversidad monomaníaca de la persecución de mujeres. Hasta
le perdonaría yo el mal que me ha hecho, mi deshonra, se lo perdonaría de todo
corazón, sí, sí, con tal que me dejase en paz... Dios mío, inspírale que me
deje en paz, y yo le perdonaré, y hasta le tendré cariño, y seré como las hijas
demasiado humildes que parecen criadas, o como las sirvientas leales, que ven
un padre en el amo que les da de comer».
…..
Mirando a lo inmediato y positivo, Horacio la incitaba a subir con
él al estudio, demostrándole la comodidad y reserva que aquel local les ofrecía
para pasar juntos la tarde. ¡Flojitas ganas tenía ella de ver el estudio! (EIL)
Pero tan grande como su deseo era su temor de encariñarse demasiado con el
nido, y sentirse en él tan bien que no pudiera abandonarlo. Barruntaba lo que
en la vivienda de su ídolo, vecina de los pararrayos, según Saturna, podría
pasarle; es decir, no lo barruntaba, lo veía tan claro que más no podía ser. Y
le asaltaba el recelo amarguísimo de ser menos amada después de lo que allí
sucediera, como se pierde el interés del jeroglífico después de descifrado;
recelaba también que el caudal de su propio cariño disminuyera prodigándose en
el grado supremo.
CAPÍTULO XI
Terminada la comida, retirose a su cuarto y encendió un puro,
llamando a Tristana para que le hiciese compañía; y estirándose en la butaca,
le dijo estas palabras, que hicieron temblar a la joven:
-No es sólo Saturna la que tiene un idilio
nocturno por ahí. Tú también lo tienes. No, si nadie me ha dicho nada... Pero
te lo conozco; hace días que te lo leo... en la cara, en la voz.
Tristana palideció. Su blancura de nácar
tomó azuladas tintas a la luz del velón con pantalla que alumbraba el gabinete.
Parecía una muerta hermosísima, y se destacaba sobre el sofá con el violento
escorzo de una figura japonesa, de esas cuya estabilidad no se comprende, y que
parecen cadáveres risueños pegados a un árbol, a una nube, a incomprensibles
fajas decorativas. Puso fin en su cara exangüe una sonrisilla forzada, y
sobrecogida contestó: «Te equivocas... yo no tengo...». Don Lope se le imponía
de tal modo, y la fascinaba con tan misteriosa autoridad, que ante él, aun con
tantas razones para rebelarse, no sabía tener ni un respiro de voluntad.
CAPÍTULO XII
«Por fin -dijo en alta voz, después de una pausa, en la cual juzgó
y pesó la frialdad de su cautiva-, quedamos en que no tienes maldita gana de
contarme tu idilio. Eres tonta. Sin hablar, me lo estás contando con la repugnancia
que tienes de mí y que no puedes disimular. Entendido, hija, entendido. No
estoy acostumbrado a inspirar asco, francamente, ni soy hombre que gusta de
echar tantos memoriales para obtener lo que le corresponde. No me estimo en tan
poco. ¿Qué pensabas? ¿Que te iba a pedir de rodillas...? Guarda tus encantos
juveniles para algún otro monigote de estos de ahora, sí, de estos que no podemos
llamar hombres sin acortar la palabra o estirar la persona. Vete a tu cuartito
y medita sobre lo que hemos hablado. Bien podría suceder que tu idilio me
resultara indiferente... mirándolo yo como un medio fácil de que aprendieras,
por demostración experimental, lo que va de hombre a hombre... Pero bien podría
suceder también que se me indigestara, y que sin atufarme mucho, porque el caso
no lo merece, como quien aplasta hormigas, te enseñara yo...
Indignose tanto la niña de aquella
amenaza, y hubo de encontrarla tan insolente, que sintió resurgir de su pecho
el odio que en ocasiones su tirano le inspiraba. Y como las tumultuosas
apariciones de aquel sentimiento le quitaban por ensalmo la cobardía, se sintió
fuerte ante él, y le soltó redonda una valiente respuesta: «Pues mejor: no temo
nada. Mátame cuando quieras».
CAPÍTULO XIV
«Es muy particular lo que me pasa: aprendo fácilmente las cosas
difíciles; me apropio las ideas y las reglas de un arte... hasta de una
ciencia, si me apuras; pero no puedo enterarme de las menudencias prácticas de
la vida. Siempre que compro algo, me engañan; no sé apreciar el valor de las
cosas; no tengo ninguna idea de gobierno, ni de orden, y si Saturna no se
entendiera con todo en mi casa, aquello sería [113] una leonera. Es indudable que cada cual sirve para una cosa;
yo podré servir para muchas, pero para esa está visto que no valgo. Me parezco
a los hombres en que ignoro lo que cuesta una arroba de patatas y un quintal de
carbón. Me lo ha dicho Saturna mil veces, y por un oído me entra y por otro me
sale. ¿Habré nacido para gran señora? Puede que sí. Como quiera que sea, me
conviene aplicarme, aprender todo eso, y, sin perjuicio de poseer un arte, he
de saber criar gallinas y remendar la ropa. En casa trabajo mucho, pero sin
iniciativa. Soy pincha de Saturna, la ayudo, barro, limpio y fregoteo, eso sí;
pero ¡desdichada casa si yo mandara en ella! Necesito aprenderlo, ¿verdad? El
maldito don Lope ni aun eso se ha cuidado de enseñarme. Nunca he sido para él
más que una circasiana comprada para su recreo, y se ha contentado con verme
bonita, limpia y amable».
CAPÍTULO XVI
De él a ella:
«Hijita, ¡qué días paso! Hoy quise pintar
un burro, y me salió... algo así como un pellejo de vino con orejas. Estoy de
remate; no veo el color, no veo la línea, más que a mi Restituta, que me
encandila los ojos con sus monerías. Día y noche me persigue la imagen de mi
monstrua serrana, con todo el pesquis del Espíritu Santo y toda la sal del
botiquín (…)
Haz el favor de no decirme que tú no vales,
que eres un cero. ¡Ceritos a mí! Pues yo te digo, aunque la modestia te salga a
la cara como una aurora boreal, yo te digo, ¡oh Restituta!, que todos
los bienes del mundo son una perra chica comparados con lo que tú vales; y que
todas las glorias humanas, soñadas por la ambición y perseguidas por la
fortuna, son un zapato viejo comparadas con la gloria de ser tu dueño... No me
cambio por nadie... No, no, digo mal: quisiera ser Bismarck para crear un
imperio, y hacerte a ti emperatriz. Chiquilla, yo seré tu vasallo humilde; pisotéame,
escúpeme, y manda que me azoten».
De ella a él:
«... Ni en broma me digas que puede mi
señó Juan dejar de quererme. No conoces tú bien a tu Panchita de Rímini,
que no se asusta de la muerte, y se siente con valor para suicidarse a sí
misma con la mayor sal del mundo. Yo me mato como quien se bebe un vaso de
agua. En fin, que no me vuelvas a decir eso de quererme un poquito menos,
porque mira tú... ¡si vieras qué bonita colección de revólveres tiene mi don Lepe!
Y te advierto que los sé manejar, y que si me atufo, ¡pim!, me voy a dormir la
siesta con el Espíritu Santo...».
¡Y cuando el tren traía y llevaba todo
este cargamento de sentimentalismo, no se inflamaban los ejes del coche-correo
ni se disparaba la locomotora, como corcel en cuyos ijares aplicaran espuelas
calentadas al rojo! Tantos ardores permanecían latentes en el papelito en que
estaban escritos.
CAPÍTULO XVII
Aspiro a no depender de nadie, ni del hombre que adoro. No quiero
ser su manceba, tipo innoble, la hembra que mantienen algunos individuos para
que les divierta, como un perro de caza; ni tampoco que el hombre de mis
ilusiones se me convierta en marido. No veo la felicidad en el matrimonio.
Quiero, para expresarlo a mi manera, estar casada conmigo misma, y ser mi
propia cabeza de familia. No sabré amar por obligación; sólo en la libertad
comprendo mi fe constante y mi adhesión sin límites. Protesto, me da la gana de
protestar contra los hombres, que se han cogido todo el mundo por suyo, y no
nos han dejado a nosotras más que las veredas estrechitas por donde ellos no
saben andar...
CAPÍTULO XIX
Lady Macbeth: The raven
himself is hoarse // That croaks the fatal entrance of Duncan //
Under my battlements. Come, you spirits // That tend on mortal thoughts, unsex me here, //
And fill me from the crown to the toe topful // Of direst cruelty!
Under my battlements. Come, you spirits // That tend on mortal thoughts, unsex me here, //
And fill me from the crown to the toe topful // Of direst cruelty!
(Shakespeare,
Macbeth)
“Unsex me here” > leit-motiv de Tristana en sus cartas
a Horacio: “Quítame mi condición de mujer (y así me sentiré libre para matar al
rey Duncan- don Lope)”.
CAPÍTULO XX
-¿Qué tal, mona?
-le dijo don Lope, acariciándole la barbilla y sentándose a su lado-. Mejor,
¿verdad? Me ha dicho Miquis que ahora vas bien, y que el mucho dolor es señal
de mejoría. Claro, ya no tienes aquel dolor sordo, profundo, ¿verdad? Ahora te
duele, te duele de firme; pero como una desolladura... eso es. Yo tengo
confianza; tenla tú también. ¿Quieres más libros para distraerte? ¿Quieres
dibujar? Pide por esa boca. ¿Tráigote comedias para que vayas estudiando tus
papeles? (Tristona hacía signos negativos de cabeza.) Bueno, pues te traeré
novelas bonitas o libros de Historia. Ya que has empezado a llenar tu cabeza de
sabiduría, no te quedes a la mitad A mí me da el corazón que has de ser una mujer
extraordinaria. ¡Y yo tan bruto, que no comprendí desde el principio tus
grandes facultades! No me lo perdonaré nunca.
-Todo perdonado -murmuró Tristana con
señales de profundo aburrimiento.
-Y ahora, ¿comemos? ¿Tienes ganita? ¿Que
no? Pues, hija, hay que hacer un esfuerzo. Ya que no otra
cosa, el caldo y
la copita de jerez. ¿Te chuparías una patita de gallina? ¿Que no? Pues no
insisto... Ahora, si la egregia Saturna quiere darme algún alimento, se lo
agradeceré. No tengo muchas ganas; pero me siento desfallecido y algo hay que
echar al cuerpo miserable (...).
….
- Es inútil que
niegues lo que declara tu turbación. No sé nada y lo sé todo. Ignoro y adivino.
El corazón de la mujer no tiene secretos para mí. He visto mucho mundo. No te
pregunto quién es el caballerito, ni me importa saberlo. Conozco la historia,
que es de las más viejas, de las más adocenadas y vulgares del humano
repertorio. El tal te habrá vuelto tarumba con esa ilusión cursi del
matrimonio, buena para horteras y gente menuda. Te habrá hablado del altarito,
de las bendiciones y de la vida chabacana y obscura, con sopa boba,
criaturitas, ovillito de algodón, brasero, camillita y demás imbecilidades. Y
si tú te tragas semejante anzuelo, haz cuenta que te pierdes, que echas a rodar
tu porvenir y le das una bofetada a tu destino...
CAPÍTULO
XXI
«Aunque no me lo digas, sé que eres como debes ser. Lo siento en
mí. Tu inteligencia sin par, tu genio artístico, lanzan sus chispazos dentro de
mi propio cerebro. Tu sentimiento elevadísimo del bien, en mi propio corazón parece
que ha hecho su nido... ¡Ay, para que veas la virtud del espíritu! Cuando
pienso mucho en ti, se me quita el dolor. Eres mi medicina, o al menos un
anestésico que mi doctor no entiende. ¡Si vieras...! Miquis se pasma de mi
serenidad. Sabe que te adoro; pero no conoce lo que vales, ni que eres el pedacito
más selecto de la divinidad. Si lo supiera, sería parco en recetar calmantes, menos
activos que la idea de ti... He metido en un puño el dolor, porque necesitaba
reposo para escribirte. Con mi fuerza de voluntad, que es enorme, y con el
poder del pensamiento, consigo algunas treguas. Llévese el demonio la pierna.
Que me la corten. Para nada la necesito. Tan espiritualmente amaré con una
pierna como con dos... como sin ninguna».
CAPÍTULO
XXII
La misma Tristana se le adelantó, diciendo con aparente serenidad:
«Comprendido, doctor... Esta... no la cuento. No me importa. La muerte me
gusta; se me está haciendo simpática. Tanto padecer va consumiendo las ganas de
vivir... Hasta anoche, figurábaseme que el vivir es algo bonito... a veces...
Pero ya me encariño con la idea de que lo más gracioso es morirse... no sentir
dolor... ¡qué delicia, qué gusto!». Echose a llorar, y el bravo don Lepe
necesitó evocar todo su coraje para no hacer pucheros.
CAPÍTULO
XXIV
Contra su deseo, que
a la casa le amarraba, don Lope salía muy a menudo, movido de la necesidad, que
en aquellas tristes circunstancias llenaba de amargura y afanes su existencia.
Los gastos enormes de la enfermedad de la niña consumieron los míseros restos
de su esquilmada fortuna, y llegaron días, ¡ay!, en que el noble caballero tuvo
que violentar su delicadeza y desmentir su carácter, llamando a la puerta de un
amigo con retensiones que le parecían
ignominiosas. Lo que padeció el infeliz señor no es para referido. En pocos días
quedose como si le echaran cinco años más encima. «¡Quién me lo había de
decir... Dios mío... yo... Lope Garrido, descender a...! ¡Yo, con mi orgullo,
con mi idea puntillosa de la dignidad, rebajarme a pedir ciertos favores...! Y
llegará el día en que la insolvencia me ponga en el trance de solicitar lo que
no he de poder restituir... Bien sabe Dios que sólo por sostener a esta pobre
niña y alegrar su existencia soporto tanta vergüenza y degradación. Me pegaría
un tiro y en paz. ¡Al otro mundo con mi alma, al hoyo con mis cansados huesos!
Muerte y no vergüenza... Mas las circunstancias disponen lo contrario: vida sin
dignidad. No lo hubiera creído nunca. Y luego dicen que el carácter... No, no
creo en los caracteres. No hay más que hechos, accidentes. La vida de los demás
es molde de nuestra propia vida y troquel de nuestras acciones».
CAPÍTULO
XXV
-Saturna -replicó don Lope, golpeando en la mesa con el mango del
cuchillo-. Lo tengo más grande que la copa de un pino, más grande que esta casa
y más grande que el Depósito de Aguas, que ahí enfrente está.
-Pues entonces... pelillos a la mar. Ya no
es usted joven, gracias a Dios; digo... por desgracia. No sea el perro del
hortelano, que ni come ni deja comer. Si quiere que Dios le perdone todas sus
barrabasadas y picardías, tanto engaño de mujeres y burla de maridos, hágase
cargo de que los jóvenes son jóvenes, y de que el mundo y la vida y las cositas
buenas son para los que empiezan a vivir, no para los que acaban... Con que tenga
un... ¿cómo se dice?, un rasgo, don Lepe, digo, don Lope... y...
En vez de incomodarse, al infeliz caballero le dio por tomarlo a buenas.
En vez de incomodarse, al infeliz caballero le dio por tomarlo a buenas.
-¿Con que un rasgo...? Vamos a ver: ¿y de
dónde sacas tú que yo soy tan viejo? ¿Crees
que no sirvo ya para nada? Ya quisieran muchas, tú misma, con tus
cincuenta...».
-¡Cincuenta! Quite usted jierro, señor.
-Pongamos treinta... y cinco.
-Y dos. Ni uno más. ¡Vaya!
-Pues quédese en lo que quieras. Pues digo
que tú misma, si yo estuviese de humor y te... No, no te ruborices... ¡Si
pensarás que eres un esperpento!... No; arreglándote un poquito, resultarías
muy aceptable. Tienes unos ojos que ya
los quisieran más de cuatro.
-Señor... vamos... Pero qué... ¿también a
mí me quiere camelar? -dijo la doméstica, familiarizándose tanto, que no vaciló
en dejar a un lado de la mesa la fuente vacía de la carne y sentarse frente a
su amo, los brazos en jarras.
-No... no estoy ya para diabluras. No
temas nada de mí. Me he cortado la coleta y ya se acabaron las bromas y las
cositas malas. Quiero tanto a la niña que desde luego convierto en amor de
padre el otro amor, ya sabes... y soy capaz, por hacerla dichosa, de todos los
rasgos, como tú dices, que... En fin, ¿qué hay?... ¿Ese mequetrefe...?
-Por Dios, no le llame así. No sea
soberbio. Es muy guapo.
-¿Qué sabes tú lo que son hombres guapos?
-Quítese allá. Toda mujer sabe de eso.
¡Vaya! Y sin comparar, que es cosa fea, digo que don Horacio es un buen mozo...
mejorando lo presente. Que usted fue el acabose, por sabido se calla; pero eso pasó.
Mírese al espejo y verá que ya se le fue la hermosura. No tiene más remedio que
reconocer que el pintorcito...
CAPÍTULO
XXVI
-¿Qué?... Por Dios, caballero Díaz, no me sonroje usted ¿Cómo
consentir...?
-Tómelo usted por donde quiera... ¿Qué
quiere decirme?... ¿que es una indelicadeza proponer que sean de mi cuenta los
gastos de la enfermedad de Tristana? Pues hace usted mal, muy mal, en pensarlo
así. Acéptelo, y después seremos más amigos.
-¿Más amigos, caballero Díaz? ¡Más amigos
después de probar que yo no tengo vergüenza!
-¡Don Lope, por amor de Dios!
-Don Horacio... basta.
-Y en último caso, ¿por qué no se me ha de
permitir que regale a mi amiguita un órgano expresivo de superior calidad, de
lo mejor en su género; que le añada una completa biblioteca musical para
órgano, comprendiendo estudios, piezas fáciles y de concierto, y que por fin,
corra de mi cuenta el profesor?...
-Eso... ya... Vea usted cómo transijo. Se
admite el regalo del instrumento y de los papeles. Lo del profesor no puede
ser, caballero Díaz.
-¿Por qué?
-Porque se regala un objeto, como
testimonio de afectos presentes o pasados; pero no sé yo de nadie que obsequie
con lecciones de música.
-Don Lope... déjese de distingos.
-A ese paso, llegaría usted a proponerme
costearle la ropa y a señalarle alimentos... y esto, con franqueza, paréceme
denigrante para mí... a menos que usted viniera con propósitos y fines de cierto
género.
CAPÍTULO
XXVII
Propúsole Horacio enviarle un
carrito de mano para que paseara, y no acogió mal la niña este ofrecimiento,
que se hizo efectivo dos días después, aunque no se utilizó sino a los tres o
cuatro meses de regalado el vehículo. Lo más triste de todo cuanto allí ocurría
era que Horacio dejó de ser asiduo en sus visitas. La retirada fue tan lenta y
gradual que apenas se notaba. Empezó por faltar un día, excusándose con ocupaciones
imprescindibles; a la siguiente semana hizo novillos dos veces; luego tres,
cinco... y por fin, ya no se contaron los días que faltaba, sino los que iba.
No parecía Tristana muy contrariada de estas faltillas; recibíale siempre
afectuosa, y le veía partir sin aparente disgusto. Jamás le preguntaba el
motivo de sus ausencias, ni menos le reñía por ellas. Otra circunstancia digna
de notarse era que jamás hablaban de lo pasado: uno y otro parecían acordes en
dar por fenecida y rematada definitivamente aquella novela, que sin duda les
resulta inverosímil y falsa, produciendo efecto semejante al que nos causan en
la edad madura los libros de entretenimiento que nos han entusiasmado y
enloquecido en la juventud.
CAPÍTULO
XXIX
Y el señor de Garrido, al mejorar de fortuna, tomó una
casa mayor en el mismo paseo del Obelisco, la cual tenía un patio con honores
de huerta. Revivió el anciano galán con el nuevo estado; parecía menos chocho,
menos lelo, y sin saber cómo ni cuándo, próximo al acabamiento de su vida,
sintió que le nacían inclinaciones que nunca tuvo, manías y querencias de
pacífico burgués. Desconocía completamente aquel ardiente afán que le entró de
plantar un arbolito, no parando hasta lograr su deseo, hasta ver que el plantón
arraigaba y se cubría de frescas hojas. Y el tiempo que la señora pasaba en la
iglesia rezando, él, un tanto desilusionado ya de su afición religiosa,
empleábalo en cuidar las seis gallinas y el arrogante gallo que en el patinillo
tenía. ¡Qué deliciosos instantes! ¡Qué grata emoción... ver si ponían huevo, si
este era grande, y, por fin, preparar la echadura para sacar pollitos, que al
fin salieron, ¡ay!, graciosos, atrevidos y con ánimos para vivir mucho! don
Lope no cabía en sí de contento, y Tristana participaba de su alborozo. Por
aquellos días, entrole a la cojita una nueva afición: el arte culinario en su
rama importante de repostería. Una maestra muy hábil enseñole dos o tres tipos
de pasteles, y los hacía tan bien, tan bien, que don Lope, después de catarlos,
se chupaba los dedos, y no cesaba de alabar a Dios. ¿Eran felices uno y
otro?... Tal vez.
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